El gran y poderoso momento, cuando abrimos nuestros corazones y aceptamos a Jesús como único Señor y Salvador, hubo algo mucho más grande que sólo repetir una oración de fe. Le entregamos la vida, nuestro tiempo pasado, el presente y el futuro por completo. Allí Dios nos adoptó como sus hijos. Nos convertimos en hijos legítimos de Dios. Ésto quiere decir, que no somos más esclavos ni aún huérfanos. No tenemos que ganarnos su favor, ni tampoco sentirnos indignos de sus beneficios. Un hijo legítimo de Dios, se acerca a él, sea que se haya portado mal o bien. La palabra de Dios, nos dice que recibimos el Espíritu de adopción, el cual nos hace clamar con seguridad y confianza: ¡Abba Padre! Ésta expresión de genuina íntimidad con Dios significa: “Papito”. Dios no nos rechaza por los errores que cometimos en el pasado, sino que nos hace coherederos con Cristo.
Lo que Jesús ganó en la cruz nos pertenece por completo: el perdón, la sanidad, la paz, la autoridad, la victoria y la provisión; todo eso hace parte de sus beneficios. Rompamos ya con
el espíritu de pobreza y limitación, los cuales van más allá que faltarnos los recursos. Es un complejo muro mental y espiritual que nos dice: “No mereces más, Dios bendice a otros, pero no a ti. Nunca saldrás de esa situación, no eres importante”. Todas éstas mentiras del diablo, no podemos darles crédito. Dios te ha hecho su hijo, y como tal tenemos derecho a la herencia del Padre. Somos ciudadanos del cielo, tenemos acceso a todo lo que pertenece al Reino de Dios. Tienes derecho a su paz, provisión, propósito, libertad, victoria, entre muchas otras cosas. Cristo no murió, para que vivamos atados a la escasez, al temor o al complejo de inferioridad. Él nos dió libertad, para que caminemos como príncipes del Reino. Ser hijos, nos da la seguridad de saber, que nuestro Padre Celestial cuida de nosotros, porque en Cristo lo tenemos todo. Recuerda que Dios no ha terminado contigo.
Pr. José Ángel Castilla
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